Platón tuvo como tutor a Crátilo, discípulo de Heráclito. A través de él recibió un profundo influjo en su concepción del mundo físico o material. Ve el mundo que nos rodea, sensible y material, sujeto a un continuo cambio; en él todo es inestable, todo se mueve, todo nace y muere. Por ello, es imposible fundamentar la definición socrática, el conocimiento de la esencia, en la experiencia que los sentidos nos proporcionan de este mundo. Nada es necesario, inmutable, totalmente objetivo, en el mundo de las cosas. Por esto, a su vez, no puede existir una verdad necesaria, segura, inmutable, que se obtenga a partir de este mundo. No podemos fiarnos del conocimiento sensible que sólo nos proporciona apariencias, opiniones o sombras; con él nunca llegaremos a la verdad.
En su encuentro con Euclides de Megara, transmisor del pensamiento de Parménides, Platón entra en contacto con la filosofía eleática y, posteriormente, en su viaje a la Magna Grecia, se supone que conoció los restos de la escuela de Elea. Para Parménides es la razón y no los sentidos quien nos manifiesta al Ser, totalmente opuesto al No Ser, y con las características siguientes: inmutable, único, inmóvil, eterno, perfecto, homogéneo, etc. Estas características, adquiridas por el conocimiento racional y no por la experiencia sensible, Platón las traslada al mundo de las ideas o mundo celeste (híper uranós). Las ideas son eternas, inmutables, perfectas, etc., son el verdadero ser de las cosas, son las esencias separadas que existen en un mundo propio.
Este dualismo, mundo de las cosas y mundo de las ideas, es la solución que Platón nos propone al enfrentamiento entre las doctrinas de Parménides y de Heráclito. Esta tesis, central en Platón, aparece con claridad en el texto de la República que estamos comentando.